Al iniciarse la guerra en octubre de 1833 no podemos hablar de ejército carlista, ya que se trataba de una sublevación protagonizada por algunos grupos de militares pertenecientes a las milicias realistas, en vías de disolución por las medidas del gobierno, y unos cientos de campesinos mal armados, dirigidos por oficiales sin mando debido a las depuraciones realizadas al finalizar el reinado de Fernando VII.
El mayor éxito de Zumalacárregui consistió en convertir esos grupos de sublevados dispersos en un ejército capaz de obligar al mucho más experimentado liberal a encerrarse en las ciudades. No obstante el número de soldados carlistas que lucharon en territorio vasco fue siempre muy inferior al de sus enemigos de la infantería liberal. Si bien no es fácil concretar cifras por sus importantes altibajos, éstas fluctuaron entre los aproximadamente 16.000 soldados con los que se encontró Don Carlos cuando llegó al escenario de la guerra en julio de 1834, a los cerca de 35.000 hombres que conformaban el ejército carlista a partir de 1836.
Se ha escrito mucho sobre la voluntariedad de las tropas carlistas. Puede aceptarse ésta en la primera fase de la guerra, la dirigida por Zumalacárregui, pero desde la llegada del Pretendiente se dieron varias órdenes de levantamiento general de mozos y las numerosas disposiciones dirigidas a evitar las deserciones nos confirman las dificultades de las autoridades carlistas para mantener la disciplina de sus tropas. Este problema se irá agravando por la larga duración del conflicto. También es cierto que muchos desertores liberales engrosaron las filas carlistas.
Al iniciarse la guerra el mayor problema de los carlistas fue el de conseguir armamento y suministros para sus voluntarios. Su principal fuente fue el propio ejército liberal, a base de asaltar convoyes y con lo recuperado tras las acciones victoriosas, sin olvidar lo adquirido a través del contrabando con Francia. El siguiente texto del voluntario austríaco Schwazenberg nos ilustra sobre la penuria carlista:
"En general, los batallones vascongados habían adquirido gran destreza para desvalijar a los muertos. El más hábil ayuda de cámara no los podía igualar. Después del combate hay que esperar un rato para dar tiempo a que los soldados se vayan vistiendo, antes de reunirse. A los ingleses les dejan los corbatines negros y los calcetines, prendas inútiles para los carlistas, que no los usan. Es macabro el aspecto de los cadáveres desnudos, sin otra ropa que la corbata y los calcetines."
Frente al pesado e incomodo equipamiento del ejército liberal, Zumalacárregui, adaptándose a las circunstancias, promovió el uso de sacos de lona en vez de mochilas y, en lugar del morrión, adoptó lo que con el tiempo se convirtió en el elemento más característico de las tropas carlistas, la boina. Además organizó a sus hombres en batallones, menos numerosos que los regimientos liberales y más fáciles de maniobrar y dirigir.
Tras la consolidación del ejército carlista del Norte la infantería se organizó en divisiones, atendiendo a su procedencia geográfica. En 1839 la División navarra estaba compuesta de 13 batallones, la alavesa de 7, la guipuzcoana de 8, la vizcaína de 9, la cántabra de 3 y la castellana de 4.